Y cuando debo irme, vas y te me apareces.
Y cuando apareces, también debes irte.

Esta vez era yo quien se iba primero, llegando a la estación en el último segundo de la cuenta atrás de la partida, sin tener tiempo de mirar atrás mientras subía al autobús, con un efímero beso, tan fugaz que no recuerdo.
No me dio tiempo a decirte que te echaría de menos.

Mis impulsos nerviosos ganaron a la consciencia, y me dejé llevar.
Estaba tan acostumbrada al contacto físico sin alteración emocional, que cuando llegaste, mis válvulas volvieron a reactivarse.
Estaba tan acostumbrada a que no me dieran cariño, que me parecía irreal y falso lo que estaba viviendo contigo, ¿habría llegado mi momento?

Recuerdo tu cuerpo en mi espalda, tu barbilla apoyada en mi hombro derecho, tus labios queriendo acercarse a los míos, con la mirada fija en las imágenes de mi playa favorita.

No fue amor, pero tanto lo pareció, que mi control se salió de la órbita de la estabilidad, y volvió al descontrol, al hormigueo, a los gusanos saliendo de sus crisálidas.
Pero no fue amor, o eso quería pensar para no hacerme daño.

Creímos en las casualidades. Simples casualidades. Teníamos la misma manía de contar lunares, creíamos en los seres paranormales; su numerología concordaba con la mía; él me podría necesitar y yo por su lengua materna le necesitaría.

Día de su nacimiento, a mi lado, soplando mi cuerpo como las velas de las tartas, y yo solo quería que se cumpliera el deseo de que se quedara más tiempo a mi lado. Dormimos toda la noche abrazados, en el suelo del gran salón, tapada con su cuerpo para no sentir el frío del amanecer.

Llegué tarde. A mi examen, a coger el autobús de vuelta, a su vida. Pero llegué, aunque llegar no sea suficiente, sino no tener que irse.

Debía irme, él también se fue.


Pero esta vez, me prometí que sería mi última casualidad.

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