Si algo he aprendido es que no he aprendido nada.

Empecé mis 23 jugando al tocado y hundido, era una señal del porvenir desconocido destinado para mí.

Llegó septiembre, y con él la vergüenza y lamentación por esa puta locura jovial. Recorrí media España por conocer en dos días. Resultó ser un maldito gaditano-cordobes, sheriff de Ubrique de mucha pistola y pocas balas, inaugurando las jornadas de piernas abiertas mientras tenía ya unas en su cama.
Me rompió. Todo romanticismo se hundió en la playa de la caleta, y con ella mi alma sentimental.

Continuaron los meses acabados en la vocal que más fonemas tiene el francés, y seguí fracasando y sin aprender con aves de paso que vivían por amor a la musica, a la pintura, a la poesía; bohemios por amor al arte.
Interpretaban su obra maestra con el legado de "sexo, drogas y rock&roll" y bajaban el telón.

Perdidos, prohibidos,
drogados, destruidos,
deprimidos con ojos hundidos.
En ese orden.

Y como no aprendo, proseguí como rata de laboratorio, experimentando mi limite de capaz o incapaz, y fui capaz de todo, menos de mandarte a la mierda,
seguiste jugando tu vida y yo seguí jugando mi muerte.

Estos 23 han sido los meses más caóticos, descontrolados, desastres, suicidas,
de todos los que he vivido.

He tenido mala vida con períodos alternativos de descanso, pero nunca llegando al extremo en el que me encuentro.

Se vuelven a abrir las puertas del principio de mi fin.
La mala vida me ha perdonado muchas veces,
a ver si existe Dios y me perdona setenta veces siete.

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