De pequeña,
mientras mi madre se ocupaba de su trabajo,
siempre me dejaba en la fonoteca, rodeada de discos,
discos de todas las épocas, de todos los estilos,
de todos los formatos.
Me encantaba contemplar cada carátula de artistas desconocidos que poco a poco fui descubriendo.

Me encantaba encerrarme en el estudio de grabación,
poner una cinta en el cassette y grabar mi dulce voz;
cantando las bandas sonoras de Disney,
me las sabía todas, diciendo lo que pensaba en voz alta;
que mi padre había cogido un avión y había volado muy lejos,
que se me había muerto el canario;
a saber lo que pasaría por mi pequeña cabeza.

Y es lo que echo de menos.
Perderme entre mis pensamientos,
imaginarme historias sin que me perjudiquen y poder escribirlas,
volver a sentir esa sensación al entrar a la fonoteca, 
esa que tantas veces he tenido que ordenar,
igual que mi cabeza.

Aún guardo en algún sitio que ya no recuerdo aquella cinta, 
la que más de una vez me ha robado lágrimas hacia una felicidad pasada,
que se esfumó demasiado pronto.

Tuve que hacerme mayor.


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